El Taller de Alberdi


Patricia y Alejandro alquilaban, a fines de los ochenta, la casa-taller, que años atrás, Ferrari había compartido con Carlos Alonso, Antonio Pujía, Leonardo Rodríguez, Juan C. De la Mota y (?) Rueda, en la calle Juan Bautista Alberdi 2762 en el barrio de Flores. Ligado afectivamente al lugar, Ferrari aceptó la propuesta de organizar un taller y dar clases. Lo hizo durante algunos años 1990/93, con la particularidad que a lo largo de este tiempo, lo fué sucesivamente desplazando, ocupando diferentes ambientes de la enorme casa. Sus clases, no obstante, desbordaban los límites del espacio del taller y se podía encontrar gente pintando, dibujando, bocetando en los patios, el jardín, las galerías, mezclada al trajín cotidiano de la familia. También los objetos se mezclaban e intercambiaban rápidamente; una silla, una canasta, flores y frutas apoyadas en una mesada, juguetes olvidados en el piso, cuadernos y libros, terminaban incorporándose a las naturalezas muertas, que tan genialmente construía Ferrari. Su ojo detectaba velozmente el objeto que haría la diferencia. Eran algo màs que naturalezas muertas. Eran espacios recortados dentro de una sala, escrupulosamente armados y medidos; máscaras bolivianas, caballitos, marionetas, botellas, objetos de uso diario ligados por una fuerte relación estética. El trabajo empezaba ahí, desde la construcción del modelo, el estudio de las relaciones, la dinámica de los objetos, el peso, los vacíos, las direcciones, el clima.

La gran cocina era epicentro de mateadas memorables; las facturas acompañaban relatos a veces hilarantes, disparatados, lúcidamente geniales; los mates invitaban a charlas que se improvisaban en clases informales, abiertas; Ferrari hablaba siguiendo hilos de pensamiento que tomaban rumbos inesperados. Imposible saber de dónde salía la gente que, llevada por relatos de otros, se acercaba los sábados para matear y conocerlo. A los alumnos del taller se sumaban los que ya con él habían estudiado y no renunciaban a seguir llevándole sus pinturas, dibujos; viejos y nuevos amigos, también colegas. Mostrarle trabajos era una fiesta, poco importaba si eran los propios o de otros. Sus propuestas eran inagotables, las posibilidades de ensayos y ejercicios se multiplicaban contagiándonos de un entusiasmo enorme: -¡hagaló!-,- ¡pruebe!-, -¡ensaye!-, - ¡documentesé! -; el estímulo a probar, a seguir, a no abandonar a no desesperar, era constante.
Recuerdo la cocina de Alberdi como un lugar de una energía increíble; Ferrari tenía la capacidad de potenciar lo que a su alrededor se generaba; es difícil pensar que lejos de aquella cocina, aquel taller, fuera de la mesa rectangular que nos agrupaba, hubiese un lugar tan vivo, vital, de tanta exploración artística. El centro del mundo para los que ahí se encontraban, estudiaban y reunían.




 
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Susana Alberio